miércoles, 26 de septiembre de 2012

Tiempo de silencio: Despotismo en Democracia

El largo paréntesis del verano ha impuesto un lapsus en este diario de acontecimientos. Meses que corroboran los presagios, aquellos que avanzaban que el otoño sería convulso, como está siendo. 

El país vive hoy otro capítulo marcado por la inestabilidad. Algunos lo han dicho atinadamente: no es más que la imagen de un desencuentro, del divorcio entre la gente de la calle y la clase política. Van años, al menos cuatro, oyendo hablar de este mal idilio. Hasta hemos puesto de moda una palabra, "desafectacion", que lo plasma estupendo, falta de afecto, falta de apego, distancia, desconfianza, desamor. Todo lo que en una relación cualquiera significa algo muy simple: ganas de romper.


Llevamos demasiado tiempo oyendo a nuestros gobernantes decir que cada decisión, cada una de ellas, es "la mejor para los intereses generales de los españoles". Sobre todo al presidente, quien siempre remarca (hasta siete veces he llegado a contar en una sola de las escasas entrevistas que ha concedido) yo decido, yo recapacito, "porque yo soy el presidente de todos los españoles". Lo repite una ya otra vez,  incluso en esas entrevistas zalameras que han impuesto en RTVE y donde nadie le cuestiona. Lo repite como si al decirlo en voz alta pudiera calar esa intención de relegar a sus interlocutores al estatus de súbditos que serán protegidos por su propio bien, incluso aunque no lo quieran, no lo pidan, o no lo compartan. Todo para el pueblo, pero sin el pueblo.

Decisiones, las de los EREs, las subidas de impuestos, el consabido vapuleo al sector publico, los tremendos recortes de los que solo se ha salvado la clase adinerada y política, etc., son decisiones tomadas en una única dirección dando crédito a un nuevo estilo de despotismo que no deja impasible a nadie y que solo se justifica con el aval de algunos altos mandatarios europeos que lo aplauden, instalados ellos también en la élite de la élite europea. Aplauden?
Tal vez ahora menos, después de ver y verse en todo el globo que este país no está de acuerdo con lo que pasa. Un país que ejerce el democrático derecho de salir a la calle y hablar. Un país que ha padecido la vergüenza del aporreo y la paliza -otra vez- excusada bajo la farsa de los ocultos agitadores que solo unos cuantos ven. Un país que es democrático, con o sin políticos, porque la democracia no solo son las normas y los estamentos, sino un espíritu para construir convivencia. Y eso, se hace juntos. Y eso si se contagia.

La decisión de "romper" es la consecuencia lógica de una relación que no funciona, una relación en la que algunos, o ambos, no están a gusto. Y se sustenta en una decisión libre, porque de no ser así, no es una relación sino una imposición. La reconciliación precisa una negociación en la que ambas partes cedan, si es que existe la intención de conservar o recuperar lo perdido.

Más nos valdría no olvidar que este país ha crecido. Y que lo que anima a la ciudadanía es síntoma de madurez, frente a la obcecada versión que ofrecen los patriarcas en su visión moderna del poder, miope y prepotente.
En el intento de dar mayor transparencia a esta etapa caracterizada por la mordaza mas conservadora, se identifica fatalmente una movilización ciudadana con un golpe de estado. Se acusa de agitadores a quienes no sienten afecto por aquellos que le quitan el trabajo, las oportunidades, la familia, la esperanza, el futuro. Estos que por decreto -y no por acuerdo- han impuesto reducciones de sueldos -solo a algunos-, han fulminado los derechos otrora adquiridos -solo a algunos-, incurren en una indisimulada defensa del valor de lo privado (solo de unos) frente a lo público, que es lo de todos. 
La calle siente que esta velada cortina de la crisis es la oportunidad para una idea, disolver el avance social que España ha conseguido en décadas. Cuestión que seria bueno sopesar, sin falsos triunfalismos para no repetir errores históricos.

Si, es una mala imagen. Pero la mala imagen que hemos proyectado una vez más no es la consecuencia de la irresponsabilidad de la ciudadanía sino de los gobernantes. Por encima del contexto económico, o sea cual sea aquello que provoca una crisis, un país que no encuentra otra forma de conciliar su avance sino mediante la burda imposición, pone en entredicho su cultura democrática, y con ello, a sus gobernantes.
 Un país libre tiene derecho a decir que no está de acuerdo con quienes le gobiernan, máxime cuando no queda otro recurso que la calle. Cuando se han descuajado los cauces de participacion y dialogo, únicos capaces de eludir enfrentamientos y promover una solución negociada a los conflictos. 
Cuando el Congreso deja de ser la cámara parlamentaria para convertirse en una rodillo que machaca a golpe de decreto. El país tiene derecho a decir que cuatro años son muchos cuando no tiene para la compra diaria, el colegio, la luz o el agua. Cuando la corrupción, el fraude y la usura se justifican desde la indiferencia legislativa. Cuando persisten los mecanismos de mantenimiento de los feudos partidistas y la maquinaria de supervivencia de sus acólitos. Cuando el sacrificio no es una exigencia común para afrontar una coyuntura adversa y superarla, sino un procedimiento de desgaste progresivo en el que muchos sucumben y sobre el que solo unos pocos se balancean. 

Hay sobradas razones. Máxime ante el penoso espectáculo que ofrecen nuestros políticos, que lo saben y lo olvidan. Con ello condenan al país a una fractura cuyas consecuencias desgraciadamente aún están por ver. 
Les guste o no, la voz de la democracia es también la de la calle, sea para vitorear o gemir. La democracia no es un discurso unilateral sino la cara, las manos, la sombra de cada una de las personas que libremente acudieron al Congreso para protestar, para ser oídos. Sin pistolas.  El talante político en democracia exige inteligencia, pero sobre todo humildad y respeto al pueblo. 
Y si, señora Cristina L. Schlichting, es muy legitimo decir que los políticos no valen, cuando no valen. Solo Faltaría. 

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